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sábado, 19 de diciembre de 2015

Panegirico. ¡Adiós, Pedro Peix!

Panegirico. ¡Adiós, Pedro Peix!

Escrito por el poeta: Tony Raful

Santo Domingo.- En la dedicatoria de su laureado libro de cuentos, “La noche de los buzones blancos”, Pedro Peix, escribió: a Tony Raful Tejada y a los parias Andrés L. Mateo y Carlos Sangiovanni: “Cuando muera, lleven mi cadáver a la cima donde se talla el dosel del viento, y desde allí, empújenlo con fuerza para que ruede nuevamente hacia la vida”.

Entonces, lo leí y le pregunté, ¿y quién te dijo Pedro, que te vas a morir primero que nosotros? Pedro Peix vivió su propio guión de vida con una intensidad manifiesta, en un medio totalmente abrupto e imposible de darle cabida en la dimensión de su obra y de su vida. Lo comprendió tempranamente. Nunca ocultó sus ideas sobre la vida, los procesos inconsecuentes del ser humano, sus debilidades troncales, sus pasiones. Era un diezmador de verdades establecidas.

Huía hacia adelante, como los iconoclastas, era un infiel soterrado de la historia, la impugnaba en los altares de la conciencia crítica. Creo que en algún momento eligió tener pocos amigos.

Amigos a quienes respetó sin estar de acuerdo necesariamente con sus criterios.

Su formalidad, su sentido tradicional del honor, sus propios convencionalismos individuales, su amplia cultura, les daban un aire de señor o figura del “Renacimiento”, pero el medio no ayudaba, todo se diluía, símbolos y excrecencias minaban la idea tormentosa de cambiar la vida, como pedía el “poeta maldito” francés, Arthur Rimbaud.

Cuando no le fue posible coexistir, Pedro confesó su radicalización, contradictor de paradigmas. En la “Inquisición” hubiese sido incinerado en la plaza pública. En el tiempo de ahora, siempre ha bastado con ignorar la obra o con precisar supuestos o reales defectos.

Es el arma de la mediocridad y la mezquindad, reparar en todo lo que nos hace débil y superfluo. Por ello la gente, sorprendida, lo veía pasar con su paragua, su vestimenta de épocas idas, su mirada altiva, su larga cabellera de Lord inglés, su paso firme sobre la calzada, mientras no veía a nadie sino al cielo o a los campanarios de la ciudad colonial. Era todo un trazado diario por las calles angostas, a veces en círculos, sin destino. Estaba creando la leyenda, viviendo un ciclo en el cual pretendía quedarse como un referente histórico cultural. Se apoyaba en su obra, amplia, creadora, de hermosa prosa, de lenguaje implacable, muy superior a todo el legajo de los “Vargas Vilas” y demás escritores contestatarios de siglos pasados.

Él era un intelectual cultivado, de luces, como pocos dominicanos. Sus cuentos son memorables, a la altura de los mejores cuentistas dominicanos.

Cuando Andrés L. Mateo regresó de realizar su doctorado de filología en la Universidad de La Habana, en los años 70, nos reunimos con Pedro Peix para crear el programa cultural más importante de aquel tiempo en la televisión dominicana, “Peña de Tres”. Pedro molestaba no solamente con sus escritos sino con su altivez. Para muchos acomplejados del medio, Pedro representaba el elitismo, pero no era cierto. Fue su estilo, su forma de armar la eternidad, de diseñar su espacio futuro, consciente de la brevedad existencial y su decepción de las ideologías esclerotizadas.

¿De dónde sacaba tanta rebeldía y beligerancia? Pedro mortificaba la placidez de los indiferentes, la comedia existencial.

No concebía la organización humana ni sus valores. La veía como adefesio, como reino simulador, más que injusto, absurdo. Pedro fue aislándose de todos. Su vida se convirtió en un soliloquio existencial, pero no dejaba de ir a las librerías, de escribir. En un momento, él mismo distribuía sus escritos en buhardillas intelectuales y tertulias. Se regodeaba en su cultura, se sabía superior intelectualmente que muchos de sus contemporáneos.

Fue Andrés, quien un día, consciente de que el tiempo se aceleraba, llevó la propuesta del premio “Caonabo de Oro”, como un reconocimiento a Pedro Peix. Su discurso de aceptación del merecido premio a su obra, fue una palma de fuego, soliviantó a timoratos, escandalizó a los “tartufos”. Llegaba tardío pero llegaba, él, que debió ganarse todos los reconocimientos a tiempo.

Andrés sospechaba que la muerte se avecinaba. Nadie puede vivir con tanta soledad sin desvanecerse. Solamente el tácito acuerdo de vivir en el tramado de los encuentros, en la pródiga porción del amor, esa “coartada” como diría la poeta Soledad Álvarez, nos mantiene vivos. Últimamente nos veíamos esporádicamente, como quienes necesitaban distancias para seguir queriéndose o admirándose calladamente. Pedro escogió también su propia versión de sí mismo. Me recordó un texto del poeta Franklin Mieses Burgos: “La multitud que pasa me mira y se sonríe/y yo también sonrío/ pero sé lo que piensa/ En cambio ella no sabe que yo estoy construyendo/ con esas simples voces salidas de mis labios/la estatua de mi mismo sobre el tiempo”. “El Fantasma de la calle El Conde”, es una narración de orfebrería literaria. El fantasma que la recorre, el tesoro que guardaba, su novia, la ciudad, socavada y negada por el estiércol, la usura y el consumo ciego. Pedro era el caballero danzarín de las noches, amaba y odiaba tanto la ciudad. Ahora, él es, el fantasma que permanecerá en sus ladrillos y relojes de piedra, onírico, fabuloso, tenaz, temible, inmortal. Adiós, Pedro Peix.

Andrés, Carlos y yo, no dejaremos de empujarte ánima vital, espíritu libre, irreverente, deshacedor de entuertos, tejedor de metáforas y sortilegios, escritor de fuste. 

Falleció en la mañana del sábado 12 diciembre, el escritor e intelectual Pedro Fernández Peix

SANTO DOMINGO, República Dominicana.-
El escritor y narrador dominicano Pedro Fernández Peix falleció la mañana de este sábado. La familia aún no ha ofrecido detalles de las circunstancias en que murió el intelectual.

Pedro Fernández Peix formó parte de la llamada nueva narrativa dominicana, que integraron escritores de la generación posterior a 1965. Fue muy activo en los debates intelectuales, y trabajó en diversos genero, incluyendo la novela, el cuento y la poesía, en los que se destacó.

Su biografía y bibliografía

Nació en Santo Domingo el 20 de marzo de 1952. Cuentista, novelista y poeta. Se graduó de Licenciado en 1976 en la Universidad  Nacional Pedro Henríquez Ureña. En 1982 se desempeñó como director interino de la Biblioteca Nacional y, posteriormente, como subdirector de cultura de la Secretaría de Estado de Educación. Fue columnista del periódico Listín Diario. Ha recibido varios galardones en el concurso de cuentos de Casa de Teatro, entre ellos: segundo lugar con “La despedida” (1977), mención de honor con “Responso para un cadáver sin flores” (1978), segundo lugar con “Los hitos” (1979) y el primer lugar con “La quimera de la muerte” en  1992.

También obtuvo el Premio Nacional de Cuentos en 1977, con el libro “Las locas de la Plaza de los Almendros”. En 1981 publicó la antología de cuentos dominicanos “La narrativa yugulada”, considerada uno de los compendios más completos del género en el país. Articulista polémico, y al final se dedicó a escribir  una columna que circulaba fotocopiada por diversos puntos de la ciudad. La indiscutible calidad de su estilo lo convirtió en uno de los principales cuentistas dominicanos de las últimas décadas.

También publicó los libros “El placer está en el último piso” (novela, 1974); “Las locas de la Plaza de los Almendros” (cuentos, 1978); “La noche de los buzones blancos”, (cuentos, 1980); “El brigadier o la fábula del lobo y el sargento”, (novela, 1981); “Los despojos del cóndor” (novela, 1985); “Pormenores de una servidumbre” (cuento, 1985); “El parnaso de la memoria” (poesía, 1985); “La narrativa yugulada” (antología, 1981).

Fernando Ureña Rib, pintor e intelectual fallecido, escribió sobre la narrativa de Pedro Fernández Peix lo siguiente:

La escritura de Pedro Peix se inscribe (con las dificultades y riesgos propios de cualquier clasificación) dentro de lo que ha sido llamado la “nueva narrativa latinoamericana”.

Sin embargo, la diversidad de influencias asimiladas, rumiadas y regurgitadas en las páginas de Pedro Peix, si bien no son mínimas, son cuidadosamente entretejidas y artesonadas en la estructura y el desarrollo de sus obras, como si se tratara del delgado hilo de un recuerdo, o de un sueño donde se mezclan lo plausible y lo inimaginable.

Las obras de Peix, generalmente relatos, poseen lo que podríamos llamar dinámica del asombro. Esa dinámica que es la fuerza secreta tras la narrativa de Pedro Peix, quien subyuga al lector con rebeldías, sutilezas eróticas y los discretos encantos de un intelecto que inyecta e insufla todo lo que toca con una sabia dosis de sensualidad y de ironía.

Sensualidad asumida dentro de una cierta fatalidad inexorable, al borde mismo de un precipicio de locura o de miedo, de militares que aparecen de pronto en busca del guerrillero amante, en iguales y superlativos grados, de su mujer y de su patria.

El fin trágico es con frecuencia un elemento de choque, donde el verdadero protagonista es un destino subversivo que atrapa irremisiblemente a los personajes y no les da respiro hasta que huyen o mueren en una sociedad cruel e injusta. Lo que permanece en la obra de Peix es lo auténtico y rico de sus relatos que tratan con profundidad el tema de las relaciones del hombre solitario en una sociedad moldeada al gusto de unos cuantos.

En 2012, al recibir el premio Caonabo de Oro, Pedro Peix recibió un homenaje, en el que Andrés L. Mateo, su amigo, dijo las siguiente semblanza:

Palabras leídas por Andrés L. Mateo en la entrega del Premio “Caonabo de oro”

Me resulta muy agradable presentar esta brevísima semblanza del escritor Pedro Peix. Primero por la gran amistad que hace ya muchos años nos une, y segundo por una afinidad espiritual que hemos compartido en numerosas ocasiones hablando de nuestra pasión común: la literatura.

Pedro Peix es un escritor de una ya larga producción creativa, que incluye libros de poesía como “El paraíso de la memoria”; libros de cuentos como “Las locas de la plaza de los almendros”, “La noche de los buzones blancos”, “Pormenores de una servidumbre”, “Los despojos del cóndor”, “El fantasma de la calle El Conde”,  “El amor es el placer de la maldad”, etc.  Y novelas como “El placer está en el último piso”, “El brigadier o la fábula del Lobo y el sargento”, “El clan de los bólidos pesados”;   así como su estudio “La narrativa yugulada”; y muchos otros cuentos y novelas, premiados incluso y no publicados, como su novela “La tumbadora”, o “Contracanto para insurgentes y retadores “.

Estamos hablando, pues, de un escritor consagrado, de un sólido nombre de la literatura dominicana contemporánea, cuya obra ha trascendido nuestra frontera.  Y quisiera señalar un aspecto que es necesario aclarar en la literatura dominicana contemporánea: Pedro Peix no es solo un gran escritor por la calidad de su prosa, el magnetismo de su ritmo narrativo, su dominio de la lengua, y esa capacidad asombrosa de construir mundos imaginarios; sino también por que él encarna el narrador dominicano de los últimos años cuyas propuestas formales significan una transformación de la práctica de la escritura. Nadie como él ha arriesgado con éxito tantos planos formales en la narrativa, y es por ello que su influencia se despliega potente entre muchos  otros escritores.

Hace ya poco más de treinta años,  yo tuve la suerte de escribir un prólogo para su libro de cuentos “Las locas de la plaza de los almendros”. Yo conozco sus pasiones por la literatura, sé de su amplia cultura y de su conocimiento de la literatura universal, son muchos los que se sorprenderían del número de libros de su biblioteca y de su pasión por la lectura; pero sobre todo su perfil de escritor y de intelectual dedicado, como  signo emblemático de su vida. A quien la Asociación Dominicana de Periodista y Escritores reconoce  hoy es a un verdadero intelectual, a un escritor de estirpe, a una figura imprescindible de la literatura nacional: al escritor Pedro Peix.

El siguiente es un cuento de Pedro Peix

EL FANTASMA DE LA CALLE EL CONDE

Pedro Fernández Peix (4)Un lunes por la tarde vieron a un hombre con armadura por la calle ‘El Conde’, con el yelmo cerrado, arrastrando un pesado baúl y espada en mano, y luego lo sintieron subir por las escaleras de un alto edificio y encerrarse de un sólo portazo en su habitación.

Esa noche lo vieron con un traje de novia bajo el brazo, recorriendo la calle de “Las Damas”, tocando puertas y rompiendo cristales, hollando paredes con su mazo de justas, excavando patios y cimientos, derrumbando piedra por piedra cornisas y balcones en busca de la única mujer que lo había amado y que lo había esperado durante 500 años para casarse.

Ya sonámbulo, lo vieron en la madrugada deambulando por el patio de la Fortaleza y subir a la Torre y hurgar en cada celda con una vela temblorosa en la mano y una espada gris en la otra, estocando la noche.

El martes, ya bien entrada la mañana, casi todo el mundo lo vio atravesar el Parque y lanzar improperios frente a la estatua del Almirante Cristóbal Colón, y luego lo oyeron mascullar una blasfemia innombrable cuando contempló su mausoleo en la Catedral.

Atravesaba las calles a grandes zancadas, con una serenidad temeraria, impertérrito a las bocinas de los carros, sordo a los pregones de los venduteros de dólares y de los predicadores bíblicos, desdeñoso de los letreros foráneos y las siglas impersonales que aparecían en las fachadas, completamente ajeno a la multitud que lo seguía a cierta distancia y ahora a lo largo de todo el malecón, oyéndolo despotricar contra los hoteles, los turistas, los carteles políticos y contra las mujeres sin pundonor que encontraba a su paso.

Pedro Fernández PeixAsí, arrojando imprecaciones y esputos, llegó al Castillo de San Jerónimo, y al encontrar solamente sus escombros, empezó a golpear las piedras mohosas con su guantelete, encolerizado al comprobar que otro imperio había tomado la ciudad.

Entonces, desquiciado y fúrico, viendo en lontananza galeones con enseñas desconocidas, y desconsolado porque jamás volvería a encontrar a su novia, invocó el nombre de una morgana hambreada para que le consiguiera un corcel y nuevas armas de honores y torneos.

Sólo tuvo que esperar segundos para verse montado en potro de caballero, y lanza en ristre arremeter contra los altos y desnudos postes de concreto armado que servían de tendido al alumbrado eléctrico, vociferando obcecadamente que esos eran los enemigos de la ciudad.

Después de lancear cuatro o cinco columnas, se derrumbó con un estruendo metálico y polvoriento, cayendo de bruces al asfalto con todo y rocín. Inmediatamente lo rodearon, le quitaron el yelmo y la armadura, pero no encontraron su cuerpo.

No lo pensaron dos veces para ir a su habitación de la calle “El Conde #15”. Forzaron la puerta de su domicilio aparente, y vieron sobre una mesa de caoba sus borrosas credenciales: Generoso Balmoral, contrabandista de rocíos en tierras de ultramar. Al lado de varios planos y cartografías, encontraron y leyeron las cartas de amor que se había intercambiado con su novia a lo largo de cinco siglos. En la primera, fechada en 1498, ella le exponía la codicia y los desafueros de los colonizadores, y en la última, fechada en 1987, le confiaba el acoso sórdido que seguía manteniéndole el imbatible Caballero de La Moneda.

Fue debajo de la mesa que encontraron el pesado baúl. Sólo después de una hora, arrancando cadenas y desportillando cerrojos, lograron levantar la tapa y hallaron en el fondo, una isla recién cortada y de engendrada pureza, fragante de silbos. Pensaron que ese era el regalo nupcial que traía el hombre de la armadura. Pero, decepcionado al no encontrar vellocinos ni joyas ni talegos, decidieron arrojar el baúl al mar.

De repente, antes de dar media vuelta, escucharon la voz de la novia que parecía venir de su osario de musgo: “Ahora estoy cubierta por los despojos de una estirpe indeseable, sepultada por los héroes de la usura, conjurada en mis idilios por los cofres negros del poder, tiranizada en mis sueños por haber trasegado a mi pecho la púrpura armada de aquella foresta aladina que no pudo pulir sus venablos, aún embebida de la dote de mis banderas y corales, ya baldada de tantas gestas, desahuciada en mis limos profundos”.

Nadie volvió a ver jamás al hombre de la armadura. Pero todos comprendieron que ella, su novia, era la ciudad.


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