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domingo, 24 de mayo de 2020

Borges, los libros y los clásicos

Borges, los libros y los clásicos

Escrito por: Basilio Belliar
 
Domingo, 24, mayo, 2020.- De las más tiernas y sabias definiciones del libro, ninguna como esta de Borges: “De los diversos instrumentos, el más asombroso es, sin dudas, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de la vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones del brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación”.

El libro, amén de ser el continente verbal de la memoria de la humanidad, posee la mágica función de hacernos recordar el pasado, que es, en cierto modo, el tiempo del sueño. De modo que nuestro pasado- o nuestros pasados- es una suerte de gran libro del sueño. La nostalgia del libro está asociada a la nostalgia del pasado, y de ahí el culto que los hombres modernos tienen de este objeto, y que es, como todos sabemos, depositario del conocimiento. El hombre moderno no profesa el culto a la oralidad, sino a lo escrito, contrario al hombre antiguo, que era más dado al valor de la conversación, y de ahí que los grandes sabios y maestros, y precursores de la teología, y aun del cristianismo primitivo, fueron orales (Cristo, Buda, Sócrates, Pitágoras…). Acaso estos sabios egregios no tenían la fe en la letra escrita que tuvieron sus continuadores, quizás porque rechazaban quedar en la escritura, pues la creían profana. ¿Por qué? Tal vez porque tenían la creencia de que la letra muere, ya que es material, y en cambio, la conversación, como es espíritu, voz, aire, es inmortal e infinita. Quienes rescatan las parábolas de Cristo son los profetas y sus apóstoles, que las tomaron de sus prédicas; igual haría Platón en la clasicidad helenística con Sócrates, que lo pone a hablar en sus Diálogos; y Aristóteles que pone a Pitágoras a filosofar a través de los pitagóricos, y Homero a los homéridas, en la Ilíada y la Odisea. Y así lo mismo hizo Buda, y también Mahoma con sus iniciados. Estos sabios e iluminados no escribieron, pues querían que sus ideas y enseñanzas trascendieran su vida terrenal, su cuerpo mortal, y quedaran en la mente de sus discípulos, como un soplo verbal. Por eso, cuando los discípulos citan a sus maestros dicen: “Magister dixit”. En cambio, los cristianos, al citar la Biblia de los profetas, no hablan así, sino que dicen, “Esto es palabra de Dios”, y los feligreses responden, “Te alabamos, Señor”.

Borges refiere que Platón inventó los Diálogos como un género filosófico, y que escribió su filosofía en forma de diálogo, para hacer que los libros dejaran su mudez y hablaran; este filósofo griego comparaba los libros con las efigies y las estatuas, que no están vivas, y por eso no responden cuando les preguntamos. De ahí que Platón creara personajes imaginarios o literarios como Sócrates, Crátilo, Hipias, Ion, Menon, Protágoras, Teeteto, Fedón, Fedro, Gorgias, Timeo, etc. Borges sostiene la tesis de que Platón creó a Sócrates como personaje para consolarse de su muerte, para seguir conversando con él y creerse que estaba vivo, y que por eso solía decir, que Platón se preguntaba ante un problema: “Qué hubiera dicho Sócrates de esto?”

Jesucristo, a quien veneramos los occidentales, por su prédica del amor y el perdón, tampoco escribió, más que una sola vez, y lo hizo en la arena. Y, escribir en la arena como en el agua o el aire, está condenado a borrarse.

Lo curioso y paradójico es que la misma mano que escribe o inventa el libro es también capaz de inventar la espada, el cuchillo o el revólver.  De ahí la imagen del libro como arma portadora de ideas, que pueden ser armas ideológicas de destrucción o creación. Se pensaba en la antigüedad que el libro podía ser peligroso en las manos de los ignorantes, como poner una espada en las manos de un niño.

Los libros, como se ve, contienen cosas. Es deber de los hombres encontrarlas o revelarlas. O ayudarlas a descubrir. De ahí que los libros sagrados, religiosos o aquellos de los grandes filósofos o pensadores esotéricos, herméticos, cabalísticos y ocultistas, fueron escritos no para ser interpretados hermenéuticamente ni comprendidos como los libros científicos.


En la antigüedad, los libros no tenían el valor mágico y simbólico, y casi sagrado, que tienen hoy. A mi juicio, se debe a que no eran clásicos en su época, sino que, como es natural, adoptaron esa condición, en razón de su trascendencia en el tiempo. Un clásico no es un libro, cuya cualidad la otorgan las generaciones sucesivas de lectores. De modo que lo de clásico tiene un aire de sacralidad, y a los autores clásicos se les respetaba, pero no se leían con la ceremoniosidad ni con el sentido de sacralidad posterior. Así era el culto a los libros y sus autores, ese culto que, con el correr de los tiempos, se volvió un rito sagrado. Antes no era un acto de herejía infravalorar a sus autores. Más bien, la condición sagrada de los libros, con la excepción de la Biblia, provino de Oriente. Concebir el libro, en efecto, era pensar que este era un sucedáneo de la oralidad. ¿Hasta qué punto la escritura disipa la sacralidad del saber oral? Acaso era esa la creencia que tenían los antiguos, y que es distinta a la de los modernos. El concepto del libro sagrado es oriental. La excepción en el judeocristiano es la Biblia. Para los musulmanes, en cambio, el Corán es anterior a su lengua y a la creación del mundo, y fue escrito, por tanto, según ellos, en el cielo, no en la tierra. De modo que el Corán no le fue dictado a Mahoma, como ocurrió con la Biblia a los apóstoles y profetas, a quienes los libros de la Biblia les fueron dictados por un arquetipo divino, por un Espíritu Santo. Este es un fenómeno curioso: que la Biblia hebrea o Pentateuco fuera escrita no por una persona o autor, sino por una constelación de autores, un conjunto de escritores o profetas. Así nació la Torá, que los hebreos divulgaron como una obra escrita colectivamente, de diversas épocas, y donde se conjugan obras diversas. De modo que el corpus de la Torá no es obra de un autor único e individual, según la tradición hebrea, sino que fue obra de un Espíritu, no de un ser de carne y hueso. Se cree que los libros sagrados y los grandes libros clásicos lo son porque fueron dictados por un espíritu celeste, una voz que provino del espacio infinito. Son los libros absolutos, los textos arquetípicos, en los cuales no interviene un autor material, concreto y real sino el azar. Nunca el cálculo, sino la casualidad, por lo que estos libros son irrepetibles. De ahí que los antiguos creían en las musas como arquetipos, o creación de las divinidades, que dictaban a los autores los textos literarios. Esas musas, o seres imaginarios de la creación literaria, eran inspiraciones que impulsaban o soplaban el espíritu creador del poeta. Pero las musas eran las inspiradoras de las obras literarias, y por tanto no tenían la facultad que tenían los dioses, pues no se concebían como diosas, como un Dios o Espíritu sagrado. Las musas eran, desde luego, seres más abstractos, en cambio, el Espíritu que dictó, por ejemplo, la Biblia, era más concreto; no más carnal, sino más real. Para los antiguos paganos, quien escribía no era un Dios sino un ser abstracto.
 
Cuando no existían los países y las naciones, no había un libro que los representara. Había así un concepto diferente del libro y del autor. En la clasicidad se inventó el concepto de los libros representativos y de los autores de una cultura y de una lengua. Así pues, Shakespeare representa la lengua inglesa; Cervantes, la castellana; Dante, la italiana; Goethe, la alemana; los franceses a Montaigne, Rabelais o Víctor Hugo. Es decir, no tienen a un autor canónico.

Sabemos que leer a los clásicos hoy representa, a menudo, un imperativo ético, un esfuerzo intelectual, pero esa dificultad no es un obstáculo para impedir la felicidad que depara la lectura de los clásicos. Los libros pues seres hospitalarios, objetos cotidianos que nos ayudan a disipar el tedio de las cosas. Nos despiertan del sueño, al abrirlos. Al leer un libro, sentimos la compañía de sus autores, pues nos hablan, nos dictan consejos. Como la Biblia es un libro que contiene varios libros, podemos abrirla en cualquier página; también, podemos hacerlo con las obras completas de ciertos autores. A mí me sucede con los Ensayos de Montaigne: puedo abrirlo en cualquier capítulo o página, y siento el espíritu de sus ideas, su tono, su dicción, su pensamiento, y la presencia silenciosa de ese caballero galante que prefirió vivir, para leer y escribir, en un castillo o torre.

En los libros escuchamos la entonación de sus autores, aunque sean en traducciones, esa voz interior de su autor, que es lo que captamos o percibimos, y acaso lo que nos transforma, deleita o persuade.

Soy lo que sé por los libros que he leído y releído, y que sigo haciendo. Gran parte de mi vida despierta la he pasado leyendo durante horas, y pocas veces, escribiendo. Mi mundo es el mundo de las letras, que asumo como una expresión de la felicidad del acto de vivir. La lectura es así un tiempo de alegría que nos depara la vida en la tierra. También una forma de mitigar el olvido y mantener viva la llama de la memoria. Yo siempre he comprado libros como una manera de vida y como una promesa de felicidad, de la vigilia y aun de la vida despierta. Los compro para leerlos, releerlos y consultarlos, con la promesa siempre de leerlos. Espero que este acto siempre ocurra, y si no ocurre, nada pierdo, pues me acompaña su presencia y el calor de su autor. Poseerlo siempre será un acto voluntario de su lectura y una provocación. También, un desafío, y un impulso a hojearlo o posponer su lectura. Oigo música, veo cine, veo pintura y escultura y, sobre todo, leo libros para estimular mi memoria y para aprender, pues el aprendizaje alimenta el espíritu, y es un acto que solo se termina con la muerte, al igual que la educación. Siempre estamos aprendiendo, pero el aprendizaje con los libros nos hace seres memoriosos. Al leer, tratamos de captar su sentido sagrado y mágico, cuya experiencia no es la misma que la del cine, la música o la contemplación de obras de artes visuales. Los libros existen cuando los leemos, o abrimos, no cuando solo los tocamos. Viven solo cuando abrimos sus páginas, ilustradas o no, y las leemos. Cada gesto de lectura, cada ritual, entraña un nuevo descubrimiento, una nueva recepción emocional, pasional, y cambia en cada lectura porque nosotros, sus lectores, también cambiamos cada día, cada hora y cada año. Como los libros están hechos de tiempo, es decir, de memoria del pasado, acaso por esa razón siempre están cambiando. “Si leemos un libro antiguo es como si leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el día en que fue escrito y nosotros”, dice Borges. Y acaso en eso resida su importancia y su valor en la cultura. Esa experiencia es la que sentimos cuando leemos un libro clásico. Sentimos una extraña devoción no tanto de lo antiguo como de la actualidad. De ahí que la lectura es una experiencia trastemporal y un diálogo siempre con el pasado, remoto o mediato. Esa sensación de sacralidad y sabiduría de los libros es lo que mantiene su culto vivo, su fuerza de atracción. Su poder evocador, su divinidad o sacralidad no religiosa sino espiritual.



jueves, 7 de mayo de 2020

Acróstico. Idealizando un sueño


Acróstico.  Idealizando un sueño
  

Escrito por: Enrique Cabrera Vásquez


San Pedro de Macorís, miércoles, 06, mayo, 2020.

 

Edifico con tu nombre el embeleso disfrute del amor que te profeso

 

Levitando mis vértigos sueños otoñales abierto al cielo con esplendor

 

Idealizo tu presencia amena arrullándola en mi pecho enamorado

 

Zafirina iluminando mis labios que besan tu rostro con entrega emoción

 

Aura resplandeciente sobre el tiempo de mis primaveras consumidas

 

Basal de mis trovas canas blandiendo tu esencia hermosa hecha canción

 

Envuélveme sobre tu existencia atada para que mi amor libérrimo exhale tu restricción

 

Tarde del crepúsculo poetizado jugando con tu cabellera observando una luna anaranjada

 

Hazme tuyo y quiéreme sin rubor de espanto si irrumpe el pecado en tu corazón

 

Solfea mi nombre en tu intimidad y nadie estrangulará tu pensar

 

Ámame sin miedo al sentir mis besos sobre tus ojos de almendras adjudicado por mi amor

 

Letras esculpidas en el vergel de mariposas regocijadas durante nuestra compañía

 

Duerme tu acompañado ocio adorándome en tu vapor de ensueños liberador

 

A mí llegaste con tu limpidez atrayéndome con reverencia inusitada

 

Ñoñería consentida de mis tiempos encanecidos

absorbiendo tu postrera pubertad

 

Nieve grácil que encanta mis pasos divisando mi tiempo azulado hacia tu estar

 

Invento de mis anhelos aderezando mis plateadas horas de terquedad

 

Emoción brotada del jardín de quimeras cultivando tu ninfa sonrisa de melocotón

 

Voluta fronda de cariño dulce suscitando mi apetencia por ti sin cesar

 

Encontrándome estoy siempre contigo en tu docente academia de honestidad

 






lunes, 27 de abril de 2020

Ibis la novela novela erótica y misógina de José María Vargas Vila

Ibis la novela novela erótica y misógina de José María Vargas Vila
 Nota: José María de la Concepción Apolinar Vargas Vila Bonilla, conocido como José María Vargas Vila, fue un escritor colombiano. Con una formación autodidacta, ? participó en luchas políticas como periodista, agitador público y orador.  Nació el 23 de junio de 1860, Bogotá, Colombia, y falleció el  23 de mayo de 1933, Barcelona, España

Escrito por: Betty Osorio.

 Domingo, 26.- abril.- 2020.- Ibis, publicada en Roma en 1900, es una novela erótica considerada por Vargas Vila como su primera obra de arte. En ella, el escritor muestra cómo la obra de arte se nutre del erotismo. Además, el juego entre amor y muerte es otro de los referentes de esta novela que la relaciona con escritores europeos del siglo XIX como Péladan, Barrés y D'Annunzio. Adela es el personaje femenino alrededor del cual se construye la novela. En ella se reúnen rasgos como una belleza suma, una sexualidad desenfrenada y una negación de los aspectos éticos del sujeto. Por estas características, la obra atrajo especialmente a lectores hombres y jóvenes que encontraron en textos como éste respuestas a las inquietudes eróticas y estéticas que casi ningún otro espacio cultural asumía en la sociedad colombiana de comienzos del siglo XX . Por esta misma razón, la obra de Vargas Vila fue rechazada por los sectores más conservadores del país.

  (Foto del escritor José María Vargas Vila).

Contrapuesta a Adela se encuentra la figura del Maestro, un intelectual en contacto profundo con la cultura europea. Sobre él descasa la viabilidad para construir un sujeto confiable. Teodoro, el amante de Adela, es su discípulo. La dinámica de la novela está construida sobre este sistema de fuerzas opuestas que es visible a partir de la correspondencia entre Teodoro y el Maestro. Ello permite también que el lector conozca la mente lógica del Maestro, quien se constituye en un guía espiritual capaz del control de la pasión. En sus consejos y en su representación del sujeto femenino es fácil reconocer las ideas de filósofos como Nietzsche y Schopenhauer, quienes declararon abiertamente su misoginia en obras como Así hablaba Zaratustra y El amor, las mujeres y la muerte, respectivamente. La famosa expresión del primero que recomienda látigo para tratar a las mujeres, parece ser un referente obligado de esta obra. También en ella es posible rastrear la vida misma del autor, quien constantemente criticó a las mujeres como agentes de la perversión, tal como lo demuestra en El diario secreto.

(Fotos de algunas de las obras  de José María Vargas Vila). 

Igualmente importante para entender este imaginario sobre la mujer es la cultura católica, cuyo tratamiento del tema proviene del mundo hebreo y de la tradición bíblica, con personajes tan importantes como Lilith, Eva, María Magdalena y Salomé. Estas dos influencias se encuentran y dialogan en el texto creando una intrincada red de símbolos con resonancias religiosas y filosóficas. Ibis es frontalmente misógina. La mujer es presentada como la enemiga más terrible del hombre, ya que ella es la culpable de su destrucción física y moral, lo cual puede tomarse como una reescritura de la expulsión del Paraíso. El personaje de Lilith, perteneciente a la mitología judía, también se sitúa en esta misma tradición; ella, como Adela, representa el instinto animal, el erotismo en su forma más primitiva y zoológica. Además, estos dos personajes, junto con Eva, representan la presencia del demonio siempre en acecho para perder al ser humano.



 


Vargas Vila construye su personaje de Adela teniendo como referencia el contexto anterior. En su comienzo, ella es una hacendosa novicia que ha sido educada en un convento de monjas. De esta manera su cuerpo adquiere unas características sagradas que la novela transgrede. Por la razón anterior, el matrimonio no se presenta como el espacio legítimo para el erotismo. Adela, al ser raptada y luego desposada por Teodoro, despierta a una sexualidad sin límites. Además, también pierde a su primer hijo, lo cual la hace renunciar al modelo maternal. Lo biológico en ella pasa a primer plano. Tanto Teodoro como sus múltiples amantes viven con Adela la experiencia del contacto con lo animal de una manera primigenia. Una especie de éxtasis biológico.

El título de la novela permite proyectar sobre la interpretación anterior un nuevo significado que la vuelve más compleja e interesante. Ibis es un pájaro de la mitología egipcia relacionado con los procesos de escritura. Vargas Vila asocia así su propio proceso de creación con el cuerpo espléndido de Adela. Ella es la fuerza artística indomada cuyo contacto es indispensable para el acto de creación. El vocabulario religioso para referirse a la experiencia de entrar en contacto con su cuerpo recuerda el Cantar de los cantares con su lenguaje altamente erótico para referirse al cuerpo de la esposa. El sexo y el arte se identifican como abismos donde sucumbe la voluntad y la razón del ser humano. Entrar en contacto con ambos fenómenos puede conducir a la muerte o al acto de creación que no estaría muy lejano de uno de reproducción.

El Maestro, al conocer que Teodoro no puede controlar la actividad sexual de Adela, quien emprende relaciones incestuosas con su cuñado, aconseja el asesinato de ella o el suicidio de él. Esto último sería la única manera de recobrar la dignidad masculina y de evitar el triunfo del instinto sobre la razón. Tal solución presenta la relación entre hombre y mujer en el marco de un enfrentamiento total, donde cada uno de los opuestos representa una categoría irreconciliable y en lucha mortal entre sí. Además, Adela, al adueñarse de su deseo y escoger con absoluta libertad a quién le entrega su cuerpo, está ejerciendo una libertad que tradicionalmente la sociedad ha otorgado al individuo masculino. Este control sobre su sexualidad la convierte simbólicamente en un ser andrógino que por su impureza representa la degeneración del sujeto humano, tanto hombre como mujer.

En Francia y en Inglaterra, la literatura y las artes plásticas se inspiraron en el tema de la prostitución. Personajes como Nana y Olimpia fueron el tema de novelas y de pinturas famosas. El arte reflejaba así una situación social, ya que los grandes centros urbanos presenciaron un auge de la prostitución, de tal manera que ésta se había convertido en una experiencia cotidiana y amenazadora para sus habitantes. Más aún, la prostituta se había convertido en el símbolo de las contradicciones sociales surgidas del seno de la sociedad industrial. Las enfermedades venéreas tenían sitiada la actividad erótica de la sociedad tal como hoy sucede con el sida. Aunque Vargas Vila no desarrolla la temática de la enfermedad venérea, sí recurre a veces al discurso médico para explicar la sexualidad. Además, presenta a Adela como un agente destructivo que por el lado materno recibe la influencia perniciosa de la prostitución.

La madre de Adela pertenece claramente a la tradición decimonónica de la cortesana y de la prostituta. Ella es una joven viuda cuyo cuerpo está asociado a un tipo de erotismo sin freno y lleno de peligro: fascinante, tempestuosa y sobre todo insaciable. Con ella el Maestro, cuando joven, tiene sus primeras experiencias eróticas que lo marcan para siempre. De esta relación nace Adela, en quien se van a reunir las tendencias tanto de su padre como de su madre. Esta fijación de la herencia nos recuerda la novela naturalista con su énfasis en factores genéticos para explicar fenómenos sociales como la prostitución.

La geografía de la novela hace alusión a un país tropical, con una economía semifeudal y donde se hace sentir el poder de la Iglesia. Vargas Vila evita el costumbrismo y en pocas ocasiones se hace referencia al lenguaje y a la vida local. Aun para referirse a las fiestas de Navidad durante la juventud del maestro, usa un lenguaje ultrarrefinado y salpicado de referencias estéticas. Sin embargo, esa geografía difusa se carga de connotaciones al relacionarse con el cuerpo de Adela. Entre ella y el trópico hay una relación de continuidad. El paisaje se llena de sensualidad: olores y formas propician el sentimiento erótico. Algunos críticos han señalado que la cabellera de Adela es la síntesis de la selva tropical, ya que alude a su profundidad y misterio .

El final de la novela se desarrolla como una caída muy rápida de Adela hacia el pecado. Teodoro decide matarla al encontrarla con un amante en su propia alcoba. Esta escena muestra a un individuo al borde mismo de la locura y de la muerte. Adela ha sido la causa que lo ha empujado a esa situación límite donde se pone en juego su dignidad de varón. Frente a esta mujer no hay opciones. La voces interiores de Teodoro le gritan que la mate. El honor, el derecho, la tradición le autorizan esa acción. Sin embargo, Teodoro termina matándose y todo el entramado de la novela indica que la culpable es Adela o, en términos generales, la mujer. Mujer y sexo se han presentado a lo largo de la obra como dos energías castradoras y destructivas que malogran los proyectos y posibilidades de los verdaderos actores de la sociedad que son los hombres. El clima existencial de la novela es de pesimismo y fracaso. A pesar de los consejos del Maestro, la degeneración y la derrota tienen cercados al ser humano prisionero de sus instintos; la única manera de triunfar sobre ellos es la muerte o el arte.




En Ibis, el peligro de lo femenino no funciona como un cliché gastado de la mujer fatal, sino que por el contrario está vivo página tras página, asociado a los temas principales de la novela y recreado en un lenguaje voluptuoso y poético. La tensión entre el objeto estético y el objeto de muerte tiene un poder enorme de seducción para el lector que, después de cien años, sigue percibiendo en su juego semántico un inmenso potencial para interpretar sus propias dimensiones estéticas y eróticas.





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