Escrito por: José del Castillo Pichardo
30-12- 2017.- Constantino Bértolo ha puesto en nuestras manos al cierre del 2017 una magnífica Antología (Llamando a las puertas de la revolución) de las ideas de Karl Marx que fascinaron al entrañable sacerdote jesuita José Luis Alemán, economista y sociólogo fundador del Centro de Investigación y Acción Social (CIAS) y la revista Estudios Sociales. En paralelo a los textos de esta selección de 924 páginas, figuran intercaladas semblanzas e impresiones, aportadas por contemporáneos de Marx que le conocieron. De entre ellas, emerge un Marx visto en su templo.
El revolucionario anarquista ruso Mijail Bakunin (1814-76), quien conoció al pensador alemán en París, lo evoca para 1846. “Fuimos bastante amigos... Por aquel tiempo Marx era mucho más adelantado que yo, y todavía sigue siéndolo de forma incomparable en lo que a conocimientos se refiere. Yo no sabía nada de economía política, aún soy incapaz de librarme de abstracciones metafísicas y mi socialismo es solo instintivo. El, aunque más joven, ya era ateo, un instruido materialista y un socialista consciente. Fue precisamente entonces cuando elaboró los principios de su sistema tal y como es hoy.
Nos vimos muy a menudo, yo le respetaba mucho por sus conocimientos y por su devoción apasionada y seria, aunque siempre mezclada con la vanidad, por la causa del proletariado. Buscaba con entusiasmo su conversación, que era siempre instructiva e ingeniosa cuando no estaba inspirada por un odio ruin, lo que, ¡ay!, ocurría demasiado a menudo. En cualquier caso nunca fuimos íntimos, nuestros temperamentos no lo permitieron. Me acusaba de idealista sentimental, y estaba en lo cierto; yo le consideraba vano, pérfido y taimado, y también estaba en lo cierto.”
Otra estampa la ofrece el revolucionario prusiano Carl Schurz (1829–1906), quien emigró a EEUU donde fuera secretario de Interior y embajador en España, situando a Marx en 1848 en Colonia, editor de Nueva Gaceta Renana.
“No tendría más de treinta años en aquel tiempo, aunque era la cabeza reconocida de la escuela del socialismo avanzado. Aquel hombre en cierta manera rechoncho, con una frente ancha, cabello y barbas muy negros y unos ojos oscuros y brillantes atraía de manera inmediata la atención general. Disfrutaba de la reputación de haber adquirido grandes conocimientos, pero como yo sabía muy poco de sus descubrimientos y teorías, era el más ansioso por captar alguna palabra de sabiduría que escapara de los labios del hombre famoso. Mi expectación se vio frustrada de manera peculiar. Las afirmaciones de Marx estaban por supuesto llenas de significado, claras y lógicas, pero no había visto jamás un hombre cuyos modales fueran tan provocadores e intolerables.
A ninguna opinión que difiriera de la suya concedió el honor de la más mínima condescendiente consideración. A todo el que lo contradijo lo trató con abyecto desdén; ante cualquier razón que le disgustara, comentaba con desprecio mordaz. Recuerdo como lo más reseñable el desdén cortante con el que pronunció la palabra ‘burgués’, y de ‘burgueses’ –esto es, ejemplo detestable de la degeneración mental y moral más profundas– acusó a todos los que se atrevieron a contraponer su opinión. Era evidente que no solo no había conseguido adeptos sino que había repelido a muchos que, de otra manera, podían haberse convertido en sus seguidores.”
Quizá lo más ilustrativo proceda de un Informe de un agente de la policía prusiana, fechado en 1853. “Marx es de talla media, 34 años; a pesar de estar en la flor de la vida, está ya encaneciendo. Tiene un físico poderoso y sus ojos y barba, bastante negros. En segundo lugar, no se había afeitado; sus grandes ojos, penetrantes y fieros, tienen algo de diabólicamente siniestro. En cualquier caso se puede decir que a primera vista es un hombre enérgico, con genio. Su superioridad intelectual ejerce una fuerza irresistible a su alrededor. En su vida privada es muy indisciplinado, cínico y mal organizado. Vive la vida de un gitano, de un intelectual bohemio; rara vez lava, cepilla o cambia su ropa, le gusta emborracharse.
Holgazanea durante días pero cuando tiene trabajo que hacer, trabajará día y noche con un aguante incansable. No existe para él nada similar a un horario fijo para dormir y levantarse. A menudo permanece despierto toda la noche y alrededor del mediodía se tumba en el sofá, completamente vestido, y duerme hasta el anochecer, despreocupado del ir y venir de la gente por la habitación.
Su mujer es la hermana del ministro prusiano Von Westphalen. Agradable y culta, se ha acostumbrado a la vida bohemia loca de amor por su marido y se siente perfectamente en casa en tal miseria. Tiene dos chicas y un chico, los tres realmente guapos y con los ojos inteligentes del padre. Como padre y esposo, Marx es el hombre más amable y suave a pesar de su carácter salvaje e incansable. Vive en uno de los peores, y por tanto de los más baratos, barrios de Londres. Ocupa dos habitaciones; una de ellas da a la calle –el salón-; el dormitorio da al interior. No se puede encontrar un solo mueble limpio y sólido en todo el piso: todo está roto, andrajoso y partido, hay una gruesa capa de polvo en todas partes y también en todas partes, un desorden enorme. En medio del salón hay una gran mesa pasada de moda cubierta con un hule. Sobre ella descansan manuscritos, libros y periódicos, los juguetes de los niños, el costurero de su mujer, junto a varias tazas desportilladas, cucharas, cuchillos y tenedores sucios; bombillas, un tintero, gafas, pipas de cerámica holandesas, cenizas de tabaco; en pocas palabras, todo patas arriba y sobre la misma mesa. Un ropavejero retrocedería avergonzado por tal notable colección.
Cuando entras en la habitación de Marx, el humo y vapor del tabaco hacen que te lloren los ojos de tal manera que por un momento crees estar avanzando a tientas en una cueva. Tus ojos se acostumbran gradualmente a la niebla y puedes distinguir algunos objetos. Todo está sucio y cubierto de polvo. Es realmente peligroso sentarse. Una silla sólo tiene tres patas. En la otra, que parece entera, están los niños jugando y cocinando. Es esta la que ofrecen a las visitas, pero lo que han cocinado los niños no ha sido limpiado: si te sientas arriesgas los pantalones.
Nada de esto avergüenza a Marx o a su mujer. Te reciben de la forma más amigable: te ofrecen de la forma más cordial pipas y tabaco y todo lo que pudiera haber. La conversación, intelectualmente animosa y agradable, corrige algunas de estas deficiencias domésticas, al menos en parte. Una vez que uno se acostumbra a la compañía, encuentra este círculo interesante, incluso original. Esta es la verdadera imagen de la vida familiar del jefe de los comunistas: Marx.”
En 1850, el oficial prusiano de ideas democráticas Gustav Techow (1813-93) lo sitúa en su ambiente. “Primero bebimos oporto, después clarete –que es un Burdeos–, luego champán. Tras el vino tinto, Marx estaba completamente borracho. A pesar de la ebriedad, dominó la conversación hasta el final.
La impresión que me dio fue la de alguien que posee un intelecto de superioridad inusual y, obviamente, de un hombre con una personalidad espectacular. Sobre si su corazón está a la altura de su inteligencia y sobre si posee tanto amor como odio, habría puesto la mano en el fuego incluso cuando, al final, expresó su completo y abierto desprecio hacia mí, algo que había expresado ya de pasada en un primer momento. Es el primero y el único entre nosotros en quien confío para dirigirnos, porque es un hombre que nunca se pierde en pequeños detalles mientras negocia grandes asuntos.
Sin embargo, a la vista de nuestros propósitos, es una pena que a este hombre de fina inteligencia le falte por completo la nobleza de alma. Estoy convencido que la ambición personal más peligrosa ha devorado de él todo lo bueno. Se ríe de los locos que repiten como loros su catecismo proletario tanto como de los comunistas a lo Willich y de los burgueses. Sólo respeta a los aristócratas, a los genuinos, aquellos que son plenamente conscientes de su aristocracia. Para alejarlos del Gobierno, necesita su propia fuente de poder y solo puede encontrarla en el proletariado. De acuerdo con esto, ha confeccionado su sistema para él. Engels y todos sus antiguos socios, pese a todos sus dones, son muy inferiores a él, y si osaran olvidarlo por un momento, los pondría en su sitio con la misma desvergonzada impudicia que un Napoleón.”