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jueves, 8 de enero de 2015

Lo más peligroso es la islamofobia.

Atentado fascista en París contra la redacción del semanario Charlie Hebdo

 Uno de los sospechosos del ataque a ‘Charlie Hebdo’ se entrega a la Policía
 Escrito por: Santiago Alba Rico

PARIS, FRANCIA.- El atentado fascista en París contra la redacción del semanario Charlie Hebdo, que ha arrebatado la vida a 12 personas, entre ellas a los cuatro dibujantes Charb, Cabú, Wolinsky y Tignous, deja una doble o triple sensación de horror, pues está agravada por una especie de eco amargo y sucio y por una sombra de amenaza inminente y general. Está sin duda el horror de la matanza misma por parte de unos asesinos que, con independencia de sus móviles ideológicos, se han situado a sí mismos al margen de toda ética común y por eso mismo fuera de todo marco religioso, en su sentido más estricto y preciso.

Pero está también el horror de que sus víctimas se dedicaran a escribir y a dibujar. No es que uno no pueda hacer daño escribiendo y dibujando -enseguida hablaremos de esto-; es que escribir y dibujar son tareas que una larga tradición histórica compartida sitúa en el extremo opuesto de la violencia; si se trata además de la sátira y el humor, nadie nos parece más protegido que el que nos hace reír. En términos humanos, siempre es más grave matar a un bufón que a un rey porque el bufón dice lo que todos queremos oír -aunque sea improcedente o incluso hiperbólico- mientras que los reyes sólo hablan de sí mismos y de su poder. El que mata a un bufón, al que hemos encomendado el decir libre y general, mata a la humanidad misma. También por eso los asesinos de París son fascistas. Sólo los fascistas matan bufones. Sólo los fascistas creen que hay objetos no hilarantes o no ridiculizables. Sólo los fascistas matan para imponer seriedad. Miles de personas protestan en París contra la masacre del 'Charlie Hebdo

Pero hay un tercer elemento de horror que tiene que ver menos con el acto que con sus consecuencias. Ahora mismo -lo confieso- es el que más miedo me da. Y es urgente advertir de lo que nos jugamos. Lo urgente no es impedir un crimen que ya no podemos impedir; ni tampoco condenar asqueados a los asesinos. Eso es normal y decente, pero no urgente. Tampoco, claro, espumajear contra el islam. Al contrario. Lo verdaderamente urgente es alertar contra la islamofobia, precisamente para evitar lo que los asesinos quieren -y están ya consiguiendo- provocar: la identificación ontológica entre el islam y el fascismo criminal. La gran eficacia de la violencia extrema tiene que ver con el hecho de que borra el pasado, el cual no puede ser evocado sin justificar de alguna manera el crimen; tiene que ver con el hecho de que la violencia es actualidad pura, y la actualidad pura está siempre preñada del peor futuro imaginable. Los asesinos de París sabían muy bien en qué contexto estaban perpetrando su infamia y qué efectos iban a producir. Dos de los sospechosos del atentado terrorista.

El problema del fascismo y de su violencia actualizadora es que se trata siempre de una respuesta. El fascismo está siempre respondiendo; todo fascismo se alimenta de su legitimación reactiva en un marco social e ideológico en el que todo es respuesta y todo es, por tanto, fascismo. El contexto europeo (pensemos en la Alemania anti-islámica de estos días) es la de un fascismo rampante. En Francia concretamente este fascismo blanco y laico tiene algunos valedores intelectuales de mucho prestigio que, a la sombra del Frente Nacional de Le Pen, llevan calentando el ambiente desde púlpitos privilegiados a partir del presupuesto, enunciado con falso empirismo y autoridad mediática, de que el islam mismo es un peligro para Francia. Pensemos, por ejemplo, en la última novela del gran escritor Houellebecq, Sumisión (traducción literal del término árabe “islam”), en la que un partido islamista gana al Frente Nacional las elecciones de 2021 e impone la “charia” en la patria de Las Luces. O pensemos en el gran éxito de las obras del ultraderechista Renaud Camus y del periodista político del diario Le Figaro Eric Zemour.
El primero es autor de Le grand remplacement, donde se sostiene la tesis de que el pueblo francés está siendo “reemplazado” por otro, en este caso -obviamente- compuesto de musulmanes extraños a la historia de Francia. El segundo, por su parte, ha escrito El suicidio francés, un gran éxito de ventas que rehabilita al general Petain y describe la decadencia del Estado-Nación, amenazado por la traición de las élites y por la inmigración. Hace unos días en Le Monde el escritor Edwy Plenel se refería a estas obras como depositarias de una “ideología asesina” que “está preparando Francia y Europa para una guerra”: una guerra civil- dice- “de Francia y Europa contra ellas mismas, contra una parte de sus pueblos, contra esos hombres, esas mujeres, esos niños que viven y trabajan aquí y que, a través de las armas del prejuicio y la ignorancia, han sido previamente construidos como extranjeros en razón de su nacimiento, su apariencia o sus creencias”.

Este es el fascismo que estaba ya presente en Francia y que ahora “reacciona” -puro presente- frente a la “reacción” -pura actualidad asesina- de los islamistas fascistas de París. Da mucho miedo pensar que a las 7 de la tarde, mientras escribo estas líneas, el trending topic mundial en twitter, tras el tranquilizador y emocionante “yo soy Charlie”, es el terrorífico “matar a todos los musulmanes”. La islamofobia tiene tanto fundamento empírico -ni más ni menos- que el islamismo yihadista; los dos, en efecto, son fascismos reactivos que se activan recíprocamente, incapaces de hacer esas distinciones que caracterizan la ética, la civilización y el derecho: entre niños y adultos, entre civiles y militares, entre bufones y reyes, entre individuos y comunidades. “Matad a todos los infieles” es contestado y precedido por “matad a todos los musulmanes”. Pero hay una diferencia. Mientras que se exige a todos los musulmanes del mundo que condenen la atrocidad de París y todos los dirigentes políticos y religiosos del mundo musulmán condenan sin excepción lo ocurrido, el “matad a todos los musulmanes” es justificado de algún modo por intelectuales y políticos que legitiman con su autoridad institucional y mediática la criminalización de cinco millones de franceses musulmanes (y de millones más en toda Europa). Esa es la diferencia -lo sabemos históricamente- entre el totalitarismo y el delirio marginal: que el totalitarismo es delirio naturalizado, institucionalizado, compartido al mismo tiempo por la sociedad y por el poder. Si recordamos además que la mayor parte de las víctimas del fascismo yihadista en el mundo son también musulmanas -y no occidentales- deberíamos quizás medir mejor nuestro sentido de la responsabilidad y de la solidaridad. Pinzados entre dos fascismos reactivos, los perdedores son los de siempre: los inmigrantes, los izquierdistas, los bufones, las poblaciones de los países colonizados. Una de las víctimas de los islamistas, por cierto, era policía, se llamaba Ahmed Mrabet y era musulmán.

Charlie Hebdo, un semanario humorista que vivía amenazado tras publicar caricaturas del profeta islamico Mahoma

Del yihadismo fascista no espero sino fanatismo, violencia y muerte. Me repugna, pero me da menos miedo que la reacción que precede -valga la paradoja einsteiniana- a sus crímenes. El “matad a todos los musulmanes” está de algún modo justificado por los intelectuales que “preparan la guerra civil europea” y por los propios políticos que responden a los crímenes con discursos populistas religiosos laicos. Cuando Hollande y Sarkozy hablan de “un atentado a los valores sagrados de Francia” para referirse a la libertad de expresión, están razonando del mismo modo que los asesinos de los redactores del Charlie Hebdo. No acepto que un francés me diga que defender los valores de Francia implica necesariamente defender la libertad de expresión. Por muy laica que se pretenda, esa lógica es siempre religiosa. No hay que defender Francia; hay que defender la libertad de expresión. Porque defender los valores de Francia es quizás defender la revolución francesa, pero también Termidor; es defender la Comuna, pero también los fusilamientos de Thiers; es defender a Zola, pero también al tribunal que condenó a Dreyfus; es defender a Simone Weil y René Char, pero también el colaboracionismo de Vichy; es defender a Sartre, pero también las torturas de la OAS y el genocidio colonial; es defender mayo del 68, pero también los bombardeos de Argel, Damasco, Indochina y más recientemente Libia y Mali. Es defender ahora, frente al fascismo islamista, la igualdad ante la ley, la democracia, la libertad de expresión, la tolerancia y la ética, pero también defender la destrucción de todo eso en nombre de los valores de Francia. Da mucho miedo oír hablar de “los valores de Francia”, “de la grandeza de Francia”, de ”la defensa de Francia”. O defendemos la libertad de expresión o defendemos los valores de Francia. Defender la libertad de expresión -y la igualdad, la fraternidad y la libertad- es defender a la humanidad entera, viva donde viva y crea en el dios que crea. La frase de “los valores de Francia” pronunciada por Le Pen, Hollande, Sarkozy o Renaud Camus no se distingue en nada de la frase “los valores del islam” pronunciada por Abu Bakr Al-Baghdadi. Son en realidad el mismo discurso frente a frente, legitimado por su propia reacción asesina, que bombardea inocentes en un lado y ametralla inocentes en el otro. Pierden los de siempre, los que pierden cuando dos fascismos no dejan en medio ni el más pequeño resquicio para el derecho, la ética y la democracia: los de abajo, los de al lado, los pequeños, los sensatos. De eso sabemos mucho en Europa, cuyos grandes “valores” produjeron el colonialismo, el nazismo, el estalinismo, el sionismo y el bombardeo humanitario.

Mal empieza 2015. En 1953, “refugiado” en Francia, el gran escritor negro Richard Wright escribía contra el fascismo que “temía que las instituciones democráticas y abiertas no sean más que un intervalo sentimental que preceda al establecimiento de regímenes incluso más bárbaros, absolutistas y pospolíticos”. Protegernos del fascismo islamista es proteger nuestras instituciones abiertas y democráticas -o lo que queda de ellas- del fascismo europeo. La islamofobia fascista, en Europa y en las “colonias”, es la gran fábrica de islamistas fascistas y una y otro son incompatibles con el derecho y la democracia, los únicos principios -que no “valores”- que podrían aún salvarnos. Buena parte de nuestras élites políticas e intelectuales están más bien interesadas en todo lo contrario.

Descansen en paz nuestros alegres y valientes compañeros bufones del Charlie Hebdo. Y que nadie en su nombre levante la mano contra un musulmán ni contra el derecho y la ética comunes. Esa sí sería la verdadera victoria de los fascismos de los dos lados.

domingo, 4 de enero de 2015

T.S.Eliot, 50 años de la muerte de uno de los grandes poetas del siglo XX

T.S.Eliot, 50 años de la muerte de uno de los grandes poetas del siglo XX
 
 
Por Efe

3 de enero de 2015.- Thomas Stearns Eliot, más conocido como T.S.Eliot, emigró a Inglaterra en 1914, con 25 años, después de dar sus primeros pasos literarios en Misuri (EEUU), su lugar de nacimiento y donde su pasión por el mundo de las letras comenzó desde edad muy temprana.


Londres, 3 enero 2015.-  (Viviana García/EFE).- El 4 de enero de 1965 moría el escritor anglo-estadounidense T.S.Eliot, uno de los grandes poetas del siglo XX, que eligió la tierra de sus antepasados, Inglaterra, para afianzar una carrera que le valió el Nobel de Literatura en 1948.

Thomas Stearns Eliot, más conocido como T.S.Eliot, emigró a Inglaterra en 1914, con 25 años, después de dar sus primeros pasos literarios en Misuri (EEUU), su lugar de nacimiento y donde su pasión por el mundo de las letras comenzó desde edad muy temprana.

Aunque no hay programado ningún evento por el quincuagésimo aniversario de su muerte, se espera que los apasionados de sus poemas se acerquen hasta la Abadía de Westminster, en Londres, donde tiene una piedra conmemorativa en el “rincón de los poetas”.

Ensayista, poeta, dramaturgo y crítico literario, Eliot escribió algunas de las poesías más conocidas en lengua inglesa, como “La tierra baldía”, “Los hombres huecos” y “Miércoles de ceniza”, además de obras de teatro como “Asesinato en la catedral”.

Otras de sus obras renombradas fueron “El primer coro de la roca”, “El libro de los gatos habilidosos” o “Cuatro cuartetos”.

Al recibir el más prestigioso galardón de la literatura, el comité Nobel señaló que T.S.Eliot era premiado por su “excepcional y pionera contribución a la poesía de la actualidad”.

Nacido en el seno de una familia de raíces inglesas, pues su abuelo había emigrado a EEUU, el escritor (1888-1965) sintió atracción por la literatura desde muy pequeño, influido, según sus biógrafos, por los problemas derivados de una hernia inguinal que le imposibilitaba hacer deportes con otros niños.

Debido a estas dificultades, Eliot no socializaba demasiado con sus pares de la infancia, lo que le llevó a refugiarse en el mundo de la literatura al pasar horas leyendo, absorbido por libros de aventuras, como las de Tom Sawyer, de Mark Twain.


Eliot tuvo una educación privilegiada al estudiar latín, griego antiguo, francés y alemán en su país natal, donde publicó a principios del siglo pasado una recopilación de su poesía infantil.

Estudió Filosofía en Harvard College de 1906 a 1909 y, un año después, se marchó a París para cursar filosofía en la Soborna, donde conoció a prestigiosos escritores y antes de ganar una beca para estudiar en el Merton College de la Universidad inglesa de Oxford en 1914, en tiempos en que el país se sumía en la I Guerra Mundial.

Durante su estancia en Inglaterra, Eliot sintió una gran atracción por el mundo literario de Londres, donde pasó gran parte de su tiempo, lo que influyó en su decisión de adquirir en 1927 la nacionalidad británica.

En Londres, Eliot conoció al influyente poeta y ensayista Ezra Pound, quien le ayudó a promocionarse entre el círculo de poetas, además de revisar su famosa poesía “La tierra baldía”.

Tras establecerse en Londres, Eliot ocupó diversos puestos como profesor, como el de maestro de francés y latín en el prestigioso colegio Highgate School, al norte de Londres, y en la escuela Royal Grammar School, a las afueras de la capital.

Fue también en Londres donde contrajo matrimonio con su primera mujer, Vivienne Haigh-Wood, aunque la relación estuvo plagada de altibajos por los constantes problemas de salud de ella, de la que Eliot se separó en 1932 aunque nunca llegó a divorciarse.

Esta tensa relación matrimonial fue llevada a la pantalla grande en la película “Tom y Viv” (1994), dirigida por Brian Gilbert e interpretada por Willem Dafoe y Miranda Richardson.

Años después de la muerte de Haigh-Wood, Eliot volvió a casarse en 1957, a los 68 años, con Esmé Valerie Fletcher, de 30 y quien había sido su secretaria en la editorial Faber & Faber desde agosto de 1949.

Con ninguna de sus esposas tuvo hijos y murió en su casa del barrio londinense de Kensington de enfisema y, siguiendo sus deseos, sus cenizas fueron esparcidas en East Coker, el pueblo de Somerset (suroeste inglés) desde donde sus antepasados emigraron a EEUU. EFE

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